El último anarquista
diciembre 26, 2011
Cuento de Martín Alvarenga
¿Así que usted es una investigadora y quiere saber lo que nos pasó a los obreros portuarios en Corrientes, allá por 1930? Sé que no me arrepiento para nada de lo que viví pero le mentiría si no le confieso que, desde aquella semana y media de masacre, nunca fui la misma persona. Me han quedado sobresaltos, dolores que no he podido cicatrizar, heridas abiertas. Perdí a mi mujer, a mis hijos, mi casa. Este rancho a una hora y media de la ciudad es lo que lo recuperé trabajando con mis propias manos. Después de la represión de Uriburu, no me quedó nada. Llegué a la ciudad de Paraná, Entre Rios escapando de la muerte a bordo de una barcaza y permanecí allí durante cuarenta años para luego volver a mi querida provincia. Pero he podido vivir sabiendo que luchaba por algo justo y, por eso precisamente, el hecho de ser un sobreviviente me permite contar lo que nadie pudo contar y, sobre todo, lo que nadie quiso contar. No se preocupe, Don Pancho, hable tranquilo, somos todo oídos, dijo afablemente el visitante. Don Pancho encendió un cigarro y cerró los ojos se dejó llevar por los caminos de la memoria.
Es noche cerrada en corrientes, cuando empieza la década del treinta, se escuchan gritos y golpes, corridas repliegue desordenados por doquier, resuellos, la caballería de la policial provincial descarga garrotazos, ayudados por “gente experta” de Buenos Aires, como algunos integrantes de la Liga Patriótica y oficiales del ejército de la Capital Federal, más la oligarquía lugareña que hace unión con los ganaderos y los dueños de las fábricas.
La cosa viene de arriba. Es por orden directa del Presidente Uriburu y hay que cumplirla a rajatablas. Por eso no son casuales estos disparos que se desparraman en una metralla ciega, asentada en un barranco, por eso no es azaroso que cada pistola vomite balas, y los obreros portuarios o embarcadizos –más o menos cincuenta− van cayendo en las aguas del Arroyo Poncho Verde. Los fusileros se pudieron en las orillas, en una quince y del otro lado quince, en el medio, metidos en el barro y el agua, mucho más abajo, los nuestros recibieron la balacera. Escopetazos detonan y se dirigen en los pechos, en la cara, en los testículos, en el estómago; los gritos y revolcones en el barro de los moribundos desatan el júbilo de los fusileros policiales y de las fuerzas de seguridad. ¡Apunten… tiren a matar! Los diez días del exterminio de los cabecillas anarquistas y socialistas son los diez días del holocausto del proletariado correntino. Un oficial entraba con botas altas al barrial del arroyo, con sendos tiros de gracia, pidiendo más municiones hasta que alcanzaran a los cincuenta hombres caídos.
Un poco antes de desenlace se aprovechaban de la cantidad de soldados de la tropa y, por lo tanto, de tu poderío en armamentos. ¡Fuego carajo! Y se van doblando sobre sí las víctimas y se desploman, en un promedio indiferente de que tengan todos alrededor de treinta y cinco años, cuatro o cinco hijos y con mujeres que no los verán llegar jamás a sus hogares. ¡No los entierren, no los identifiquen, préndanles fuego! Grita fuera de sí un oligarca de la Liga Patriótica Argentina. Que no quede ni la ropa de estos atorrantes, no son gente, no se merecen cristiana sepultura, hay que borrarlos del mapa, qué joder, gesticula un muñeco vestido de milico.
La caballería policial ablandó a los revoltosos, luego con el camino ya bien estirado llegaron tropas de refuerzo y se hizo un trabajo impecable, con el intento de precisión de que nadie quedara vivo, de todos aquellos que se cagaron en nosotros, los que somos de la democracia y nos ponemos duro cuando hace falta. Ellos nos llaman oligarcas, explotadores cuando no son más que unos vagos y unos muertos de hambre porque no quieren laburar.
Algunos obreros se trabaron en lucha en el lodo del arroyo que estaba algo caudaloso por una lluvia reciente y fueron degollados a machetazos, algunas cabezas quedaron flotando en el agua como fetiches incuestionables de la tragedia. Es que el insomnio y la pesadilla fueron ganando en todo el Puerto Italia, en el Aserradero Cichero, en la Fábrica de Madera Terciada La Facomate, en toda la zona del arroyo que desemboca en el costado del Parque Mitre. El arroyo ya no parecía de agua sino de sangre, esa sangre que huye de la vida por el camino del martirio y la extinción.
Es que ser proletario u obrero portuario era un delito cuando protestaban por un salario digno, era criminal ser un obrero que se lanzara a una manifestación por la casi esclavitud de las empleadas domésticas; no eran personas aquéllos que manifestaban su repudio por la ejecución de los obreros italianos Sacco y Vanzetti; no era buenos cristianos los que hacían huelga en el puerto por una paga miserable y traían aborígenes para sustituir a los obreros, así enfrentaban a los desclasados entre sí; estaban poseídos por el demonio cuando reclamaban mejoras esos holgazanes, que atentaban contra la producción y el orden al bajar los brazos, haciendo correr el riesgo de disminuir las rentas de nuestra burguesía que hace la verdadera patria poniendo el riesgo del capital.
Para terminar con toda esta lacra, decía un tipo con muchas medallas en el pecho, hay que hacer como manda el presidente. Él sí que sabe lo que hace: primero limpió la Patagonia; en la Semana Trágica le dimos una lección en el enfrentamiento y, después, cuando ellos hicieron su caravana en Buenos Aires para enterrar a sus muertos les caímos encima sin lástima y ahora estamos haciendo el trabajo final. Que ni en Buenos Aires ni en el interior quede vivo ningún anarquista ni socialista. Soldados, dijo un jovencito de civil de la Liga Patriótica, esto no es un trabajo sucio, esto es un trabajo limpio, y se golpeó en la cabeza y remató, que les queda bien en claro, no queremos dobleces, no queremos cagatintas.
Mientras arrastraban los cuerpos y tiraban querosén, no hacen más que hacer quilombos y desordenar y atemorizar a la sociedad; que no quede ninguno vivo, seguían arrastrando a los cuerpos, algunos sin cabeza. Juntaron caras con los ojos neutros y la barba incipiente y la palidez marmórea y le tiraron unas antorcha de trapo, se levantó una gran hoguera y todos los victimarios gritaron ¡viva la patria!
Vayan a las casas y no den explicaciones, quemen todos los libros y las revistas que encuentren , aquí tengo anotados algunos nombres Marx, Bakunin, Kropotkin, Engels, Eliseo Reclus. Mejor asegurar y quemar todo lo que esté impreso en las casas, incluso revisen cartas, remuevan los ranchos en los caseríos de la zona del Barrio Aldana hasta la costa y desalojen a las criaturas y a las mujeres afuera. Si algunas son muerta o violadas no me daré por enterado. Cualquier exceso, en estos casos, será un acto de justicia.
Amanecía en el lugar más cercano al Paraná, en el arroyo que seguía fluyendo la sangre de las víctimas. Un soldado se acerca agitado y dice:
−Oficial, escúcheme –dijo el soldado, mientras hacía el saludo de rutina−. Huyó el dirigente más importante.
−¿Quién? ¿Acaso no matamos a todos, soldado?
−El único que se escapó es el militante que encabeza todos los disturbios: Félix Francisco Alegría, teniente. Le llaman Pancho. Asi era conocido por todos.
−¡La puta que lo parió! ¡Qué manga de infelices! Vamos por él. Que lo buscan por toda la ciudad. ¡Tráiganlo vivo o muerto o alguno de ustedes correrá la misma suerte. Como que me llamo Teniente Primero del Ejército Argentino, Santiago Eulogio García Funes, si no lo encuentran al que lo dejó ir lo voy a degollar con mi propio sable.
Quizás yo sea el último el último que queda, yo el que junté el material ideológico, lo distribuí, traté de concientizar a mis compañeros en casi veinte años de militancia en ideas y en manifestaciones. Empecé desde la adolescencia, ahora tengo treinta y siete años y desde los dieciséis que milito en la Federación Obrera Argentina. Vinieron de Buenos Aires un italiano y un español y nos formaron como sindicalistas, esos inmigrantes que venían de Europa con ideas nuevas. Eligieron algunos que éramos de Corrientes y conocíamos muy bien lo que aquí pasaba. Nos revelaron con tanta claridad de que éramos seremos humanos y que la sociedad de reparto y la igualdad no no significaban un objetivo imposible, que dependía de nosotros mismos tener un ideal, un motivo de vida.
A mí, que me llaman Pancho, mis compañeros, ahora se me viene un fogonazo: estoy corriendo con la ropa sudada y embarrada, chapoteando barro arcilloso que me salpica con el agua, siguiendo el curso del Arroyo Poncho Verde para ir a mi rancho que está en la calle Roca, a ciento cincuenta metros del Paraná. Yendo por la calle Roca, hacia el río, se llega al Puerto Italia, que estará muy controlado por la policía. Otro fogonazo más intenso. Estoy volando con los pies como un condenado en plena noche y me repito fuera de mí ‘quizás sea el último anarquista de Corrientes’, quiero seguir viviendo para contar este horror, este asesinato masivo, esta represión sin nombre, salvo que se lo denomine crimen o vandalismo más genocidio. Esto puede llamarse de todo.
Corro jadeando. A unos cincuenta metros de casa se desprende una llamarada, veo que la gente está replegada, por el miedo al terror. Me voy acercando, ya no corro, camino, mientras que mi rancho se desploma sobre sí mismo.
El mundo se me viene abajo. Alguien me llama. Me doy vuelta. Es mi querido vecino, el alemán Martín Botter, y me dice sollozando, al oído mi tragedia: no solo quemaron mi rancho sino que sacrificaron a mi mujer, a mis tres hijos pequeños y las dos perros que cuidaban mi casa. Un nudo en la garganta no me deja respirar y siento que tiemblo, que me cruzan escalofríos como una daga con doble filo.
Don Botter me sujeta de los hombros, me abraza y me sacude, me abraza y me sacuden, como queriendo revivirme:
−No aflojés, correntino macho pero peludo. Es posible que seas el único sobreviviente. Ahora tenés que salvarte vos. –Me abofeteó para que saliera de mi marasmo y me gritó−. Andate pronto, mi amigo Octavio Fruto y yo somos compinches del capitán de una barcaza que sale pronto Paraná abajo. –Y me empujó, diciendo−: ¡Vamos, anámembui!
Me dí vuelta y lo abracé. Los dos llorábamos como niños. Tomé un impulso límite y empecé a deslizarme con sigilo hacia el puerto, había guardias de la policía y los fui sorteando protegido por la noche y arrastrándome entre los yutos. Como buen embarcadizo era buen nadador; en seguida busqué la soga del ancla y subí a la embarcación por la parte no visible de la ribera. Fui hasta la cabina y repentinamente, el hombre, que estaba de espaldas, se volvió sorprendido. Se trataba de un hombre mayor, de tez morena, delgado que vestía uniforme y sombrero de navegante, con la visera ladeada . En menos de un segundo le manifesté:
−Soy el ahijado de mi padrino Martín Botter, amigo de Don Octavio Fruto.
−Entrá, metete abajo en la bodega y no salgas, que zarpamos en seguida. Para mí un pedido de Botteo o de Fruto es palabra santa –concluyó con firmeza el capitán.
A los pocos minutos me sentía renacer cuando la embarcación a vapor de deslizaba sin pausa y sin prisa aguas abajo. Algo muy extraño, un dolor terrible y una esperanza agazapada y miedosa de la vida me carcomía, entré en una nublazón en el tiempo y me dejé llevar por la rutina del viaje.
Llegamos a Paraná, ni bien llegué a la ciudad me fui caminando a campo traviesa durante más de una semana, comienzo frutas silvestres hasta que llegué a una chacra en la que necesitaban un peón y me quedé allí sólo trabajando y tratando de restañar una herida demasiado fuerte para mí.
Ésta es mi historia, señorita. Mire que ahora estamos en 1984 y yo tengo ochenta años, y lo tenemos a Galtieri, a Masera, a Videla, a la misma oligarquía y a un clero complaciente que también comparte la tajada del poder, a las transnacionales que nos chupan la sangre hasta volvernos miserables.
Usted pensará ¿que es lo que yo espero? Es que a mí me quebraron muchacha, sólo tengo un único sueño: que se sepa, por lo menos en parte, la verdad sobre aquella masacre. Porque Corrientes también tuvo su semana trágica, pero la nuestra fue una semana y media de martirio y heroísmo, arrinconada en el olvido y en la impunidad.
Eso es todo.